Sopla viento de levante, el calor difumina el horizonte y la mar está picada. El olor a pescaíto frito sube desde la Punta de San Marcos hasta la puerta de la iglesia de San Felipe. Dos zagales del barrio de San Eufrasio me atienden las mesas de la calle y me llevan las cuentas, son gente cabal.
Mi mujer está en la cocina, yo atiendo en la barra: con los finitos, el jamoncito en los papeles bien cortao y los camarones de la isla. Entre copita y copita, me paro un rato y me lo pienso. Me salen letrillas sueltas, con soniquetes, a compás, con talento; y ya, cuando se me viene el ángel, suelto los nudillos sobre la barra y me salen a borbotones alegrías, tanguillos y bulerías a mi aire. Otras veces, algunas, cuando la cosa viene desde lo profundo: coplillas con mucho sentimiento me vienen a la garganta, cosas que improviso y que me salen como a retales, de otras miles de cosas que les he venido sintiendo a los grandes; y que poco más o menos vienen a decir así:
La fatiguita que llevo por dentro,
no se la deseo yo a naide,
por las calenturas pareciera enfermedad
pero no hay doctor que me la sane.
Luego me las entiendo conmigo mismo, en silencio, sin compaña, ná más que con una copita de fino palillo en la mano; mientras de la cocina no paran de salir, recién hechas, las acedías fritas y las tortillitas de camarones.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches Ruiz.