jueves, 15 de diciembre de 2022

Todo lo que uno llega a ser


     Como cada día, a media mañana, acudió al despacho, en plena Quinta Avenida; aparcó en la plaza reservada del parking y entró al edificio por la puerta principal. Allí, el conserje, le ofreció su mejor sonrisa y le deseó feliz día. Ya adentro, intercambió saludos leves con el personal que deambulaba por el hall, tomó el ascensor, comentó con el ascensorista algo intranscendente y esperó con cierta mortificación a que parara en la planta treinta y dos.

     Introdujo la clave y la puerta del despacho se entreabrió, empujó con el maletín y pasó a dentro; entonces la luz se prendió, se desplegó una enorme pancarta, volaron confetis y globos de colores y una muchedumbre escondida asomó de la oscuridad cantando cumpleaños feliz.

     Allí estaban su madre, mayor, enferma, cansada, y a su lado el espectro de su padre; su esposa, sonriente y fingiendo felicidad a pesar de serle infiel con su entrenador personal; a su lado sus suegros, que sin duda habían sido arrastrados sin una pizca de piedad hasta allí; María, su secretaria, su amante de toda la vida, ya no tan joven y con el rostro lleno de arrugas por tanto esperarle; Alberto, su director, incómodo y mordiéndose los labios para impedir que surgiera su intestina e inagotable inquina; Carmen, su amante reciente, joven, exuberante…, tal vez excesivamente fogosa para él y para su escaso tiempo; Javier, su enemigo íntimo, pero fiel y entrañable; Saúl, su mano derecha, su mayor devoto, honesto, alguien en el que poder confiar, su verdadero amigo; Luis Tomás…

© Fotografía y texto: Ildefonso Vilches.

viernes, 9 de diciembre de 2022

Al caer la tarde

 

Empujó la vieja puerta desvencijada de aquella cabaña perdida a la orilla del lago, sitiada por un inextricable bosque de encinas, y de árboles frutales y de restos podridos de animales y otras alimañas. Al abrirse sobre sus goznes un trozo de puerta resbaló del marco cayendo al suelo dejándola entreabierta. La observó con hondo quebranto, la entrada oscura; con el rostro asediado por el miedo, con las venas de las sienes engordando hasta casi estallar; mediando entre el huir y el acceder con una encomiable fuerza interior. La suya, la de un padre rasgado en las entrañas desde hacía varios días.

A su espalda, el sol caía rendido ante la frondosa arboleda; la brisa con pesadumbre se aligeraba y encontraba rendijas entre ramas y vegetación hasta salir airosa y soplar con rabia. El silencio era estructural, esencia de aquel bosque.

Al entrar al salón, los rescoldos de una chimenea mortecina caldeaban la estancia. A su lado, sobre la mesa del comedor, junto a un almuerzo de breves bocados, rodeados de migajas y mantequillas perdidas, entre platillos violáceos de mermeladas de mora y de vasos de jugos de gustos sabrosos; sus cuerpos, jóvenes, tersos y sin mancha, yacían bañados en sangre.

Y aún tuvo que certificar, con una mirada más redundante, más fría; que por los ojos se les había esfumado la vida, y por los orificios de sus cráneos, y por los charcos de sangre.

 

Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches