Amanecía agarrado a su mano, dulcemente, con ternura. Porque ella me dejaba que le acariciara las uñas, y su pelo: negro, limpio y brillante. Yo, entonces, me levantaba, me echaba agua fresca en el rostro y le preparaba el desayuno, y mientras ella lo devoraba yo encendía el fuego para luego colocar sobre él la olla con el agua. Más tarde, salía a la puerta: a respirar el aire frío y limpio del monte, a desparramar la mirada por aquellos verdes valles y a comprobar que todo estaba allí, en su sitio, y que ningún otro muro de aquella vieja casa se había desplomado.
Yo era feliz así. Porque disfrutaba de la brisa fresca y de la sombra de mi higuera a la puerta de la casa, e incluso de las piedras desparramadas por el suelo a lo largo de la desdentada fachada. También lo hacía cuando me adentraba en el bosque y recogía piñas y leña para la lumbre. Así era bastante para mí. Me sentía feliz con mi única compañía: mi gata negra de pelo limpio y brillante.
© Fotografía y texto: Ildefonso Vilches Ruiz.
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