sábado, 18 de febrero de 2023

Una mañana de juegos

 


    Se miraron ya arriba, llorando, con los rostros sucios de barro, empapados, con las piernas y los brazos cubiertos de arañazos; habían subido loma arriba con los cuerpos rasguñados y medio desnudos, con los ojos desencajados, los cabellos revueltos y aun cogidos de la mano.

    Los pies descalzos se les habían lastimado al escalar sobre las rocas afiladas tratando de huir de aquel infierno. Lo consiguieron, alcanzaron la cima y se detuvieron sobre la loma rocosa -todavía cogidos de la mano-; extenuados, respirando profundamente y mirando hacia abajo, hacia la fuerza imparable de la corriente del río en plena riada, y que parecía rugir mientras discurría por aquella playa fluvial.

    A Jesusina y Antoñito, de siete y cinco años, le había sorprendido la crecida en plenos juegos, en una escapada del cole ya cerca del verano, lanzando ramitas al agua que hacían de barcos. En apenas unos minutos todo se había revuelto, el agua les cubría, les aupaba y los trasladaba de un lado a otro a su antojo. Pronto fueron conscientes del peligro y lucharon. Y se sintieron terriblemente solos. Y gritaron pidiendo auxilio.

    Entonces se levantó un fuerte hedor: olía a tierra podrida, a mentas e hinojos tascados y a troncos desechos. Y el aire era turbio, venía cargado de hojarasca, y poderoso, que lanzaba arenisca contra las matas de las riberas.

    Tras unos instantes angustiosos y de presentarle batalla a la descomunal fuerza del agua, Jesusina y Antoñito al fin consiguieron alcanzar la nueva orilla: ella agarrándose a los tarajes y él aferrándose a su mano.



Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches.

viernes, 10 de febrero de 2023

La puerta abierta


    Al volver a casa, todo había cambiado. Ella no estaba pero el fuego aún seguía encendido. Creí volverme loco. Yo, que venía malherido de una lanzada en el costado, que llevaba muchas jornadas sin comer, que venía andando por esos caminos embarrados porque a mi caballo se lo comieron los míos aprovechando que no me quedaba ni un gramo de fuerza…

    Yo, que tanto y tanto la quería.

  Decidí tomar un trozo de pan y echarlo al bolsillo, luego salir a la calle y preguntarle a los cercanos por ella. Corrí por esas calles faltándome el aire y gran parte de la vida. Nadie la había visto. Me dirigí a la huerta y allí tampoco estaba; le pregunté a una viejecita que tomaba el sol en una plazuela y tampoco supo decirme.

    Entonces sentí cómo el cielo y la tierra y todo lo que contenían volaba entorno a mí, cómo los muros de las casas se desplomaban, las piedras se hacían arenisca y el arroyo de aguas fétidas se levantaba como serpiente hambrienta y me rodeaba.

    Fue cuando caí al suelo, rodé calle abajo y me arañé el cuerpo y la cara. Ya no pude levantarme. Los codos me escocían por haberlos desgarrado contra la piedra, también las rodillas, y hasta me brotaba la sangre de la cabeza. Entonces dejé que el sueño y el sopor me invadieran, que los párpados se me cerraran y que la vida se me esfumara a través de las heridas abiertas. Aún sin cuerpo, y sin alma, me acordé de ella mientras me despedía, y de su sonrisa ancha que llenaba toda su cara.

Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches