miércoles, 17 de mayo de 2023

Entreabierto por reformas

 


    Volvió a su pueblo casi media vida después. Apenas quedaba nada en pie y lo que aún seguía se mantenía en vilo colgado de una débil cuerda de azar. Se sentó en una piedra frente a la vieja estación, recolectó un trozo de hinojo y lo saboreó mientras dejaba que su mirada perdida sostuviera la infinidad de recuerdos que en aquel instante le venían:

    Jugaba a la pelota con una zapatilla, la de la derecha, arruinada, con un agujero por donde se le asomaba el dedo gordo; a pesar de lo cual corría de arriba hacia abajo por la supuesta banda y centraba y asistía con garra en busca del gol.

    Se sentaba, al atardecer, junto a varios vecinos del barrio, en una cabaña recién construida con ramas y cuerda de pita, con una escueta hoguera en el centro, mientras esperaban que cayera la noche contando historias de terror. Luego, ya de noche, cada uno se volvía a casa huyendo de sus fantasmas.

    En el tiempo de lluvias, afilaban un trozo de hierro oxidado de una obra y, sobre el barro, dibujaban unos cuadros para jugar al Rongo. Lo hincaban por turnos sobre los cuadros, avanzaban y ganaban tirando de puntería y, a veces, ocurrían accidentes, sin desgracia, y se lo clavaban en las punteras de las botas katiuskas, para el agua, que con muy buen criterio sus madres les habían comprado de un par de números más para que les duraran.

    Ahora; todo aquello se le ha derrumbado. Como si le hubiese pasado por encima un ciclón. Un torbellino de nombre Vida que le ha arrancado de cuajo las ganas de jugar al Rongo, de correr por la banda y de hasta asustarse con aquellas historias de niños. Nada más le han quedado en pie algunas huellas, vestigios, evidencias arqueológicas de lo que fue. De lo que ya no volverá. Y sí, le ha surgido el deseo de repartir gratitud a todos aquellos que, o en papel protagonista o en secundario, se lo hicieron posible.

  

Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches.


Rasa albufera


 

jueves, 11 de mayo de 2023

Un día particular


El cielo se abrió al fin, se difuminaron las nubes negras y paró de llover. También la tierra dejó de tambalearse como peana coja; entonces, algunos supervivientes salieron de sus escondites; pero la mayoría permaneció encogida allá en dónde la hecatombe le había alcanzado.

Asomé apenas una ceja y ese ojo entre medias de cientos de piedras y escombros, observé y califiqué la situación y diseñé un plan. Éste tenía dos puntos de referencia: el primero, “a”, el punto de partida, en donde me encontraba;  el segundo, “b”, lo encontraría allá a donde mis pies desnudos consiguieran llevarme.

Mientras caminaba por las calles desechas; los edificios derruidos y las tapias desdentadas se me lanzaban al rostro. Fue cuando se me saltaron las lágrimas semblante abajo, porque caí en la cuenta de que no tenía a nadie a quien extrañar. Vi a algunos correr en silencio de aquí para allá, a otros afortunados coincidiendo en lugares descompuestos, abrazándose entre sollozos. Yo, en cambio, simplemente andaba, observaba, pero no esperaba que nada me ocurriera ni que nadie me abrazara. Otros, visitaban sus antiguas casas y frente a ellas se arrodillaban y se lamentaban. Yo, en cambio, no tenía ninguna casa que ir a visitar ni encontrar demolida.

Harto de tanto no buscar y de llorar derribado por la autocompasión, salí a las afueras de la ciudad con la intención de no ser testigo de más reencuentros; y, caminando ya por los arrabales, me paré frente a un palacio arruinado, con jardines geométricos y arboledas frondosas, además de con un caminito que te dejaba justo frente a una gran escalinata. Lo estuve observando durante un buen tiempo, hasta que al fin, abrazado a la reja, traté de fingir, antes de dar media vuelta y desaparecer, que toda aquella hermosura deshecha me importaba.

 Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches