viernes, 8 de diciembre de 2023

Temor

  -A Manoli-


La abracé temeroso de que mis brazos pudiesen romper su cuerpo. La abracé conmovido porque sentía algo muy profundo nunca antes experimentado. Al hacerlo, una pequeña descarga eléctrica recorrió mi hechura, desde la punta de los dedos de los pies hasta mi último pelo. Y la notaba, la corriente eléctrica, subir y bajar, pararse y juguetear en mi estómago, hacer flaquear mis brazos y doblegar la voluntad de mis piernas.

La acerqué hacia mí temeroso. Que creía que podría hacerle daño si la avecinaba demasiado. Porque notaba sus senos como si se hincaran en mis costillas, y a las propias costillas arquearse para hacerles hueco. Porque notaba su vientre apretado contra el mío y al mío cómo se revolvía buscando acomodo. Porque sus labios estaban tan cerca que podría morderlos en un desgraciado descuido.

Y desde aquí olía su piel, y apreciaba el verdadero color de sus mejillas, y la profundidad de sus ojos. Desde aquí sentía el calor de su aliento y escuchaba palabras deliciosas tan solo susurradas, quizás ni dichas. Desde aquí, todo aquello me parecía majestuoso, solemne, sublime... Y quise llorar, y hasta se me anudó la garganta; y quise reír, con una gran carcajada; y luego otra vez quise llorar, y hasta salir a la calle para contarle a todo el mundo lo bien que se estaba tan cerca de ti. Y de nuevo la corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo erizándome el vello.

Me atreví a acariciarte las mejillas con el dorso de mi mano, temeroso de poder dañarte, de borrarte la risa, de mudarte el color de tu rostro. A la vez cerraba los ojos y sentía que aquella piel, la tuya, era el tejido más suave que nunca antes había rozado.

Entonces noté la frialdad de tus manos recorriendo mi espalda, y un escalofrío hizo que me doblegara hacia atrás, levantara la barbilla y, con el rostro mirando al cielo antes de cerrar los ojos, pudiera degustar la visión de aquella luna subrayada que nos miraba.

  

© Fotografía: Manuela Sánchez

© Texto: Ildefonso Vilches

martes, 5 de diciembre de 2023

Noche de ensueños

Desperté tarde y con un fuerte dolor de cabeza. Ya se habían sobrepasado las diez de la mañana. Me puse las zapatillas de casa, la bata y entré en el baño. Tras asearme busqué en el botiquín y encontré una pastilla para el dolor agudo.

Mientras me preparaba un café comencé a recordar los sueños recientes, los de aquella misma noche. Recordé un par de ellos, o tal vez el mismo, no sabría discernir; iban sobre batallas extrañas, unas veces localizadas en mi dormitorio y otras en un extendido campo de batalla, o más bien un lodazal por donde los soldados y las máquinas se iban atascando.

En ambos lugares, en mi habitación y en el campo de batalla, iba vestido igual, con un chándal nuevo y una toalla enrollada al cuello. En el dormitorio los enemigos entraban a través de una infinidad de ventanas aprovechando que yo obstaculizaba la puerta. Y no llevaba armas, tan solo una especie de pistola eléctrica que lanzaba un rayo en zigzag a muy corta distancia, y a medida que entraban vestidos todo de negro y con tan solo una cinta blanca en la frente, les iba acertando y caían de espaldas al suelo convulsionando.

Más tarde, o tal vez de forma paralela, no sabría explicar; en otro lugar, quizás también en otro tiempo; me encontraba en un vasto campo de batalla enfangado, rodeado de tanques pequeñitos, como de juguete, de ametralladoras subidas a carritos del supermercado a las que les resultaba imposible avanzar, y de miles de combatientes. Yo, seguía vestido con el chándal y la toalla; ellos, iban vestidos como soldados de la primera guerra mundial, y se distinguían unos de otros, el enemigo frente al amigo, por un brazalete, blanco con el escudo del Real Madrid para el amigo, rojo con un castillo de escudo para el enemigo.

Y me disparaban y yo sorteaba las balas como si fuesen puñetazos, moviendo el tronco y las caderas. Nunca me acertaban. Y me vi cogido con rabia a uno de aquellos carritos con la ametralladora, y trataba con todas mis fuerzas de que el carrito avanzara por aquel cenagal. Pero no lo conseguía en cambio la ametralladora no paraba de caerse al suelo y yo de subirla con angustia y mucho esfuerzo. Mientras, no dejaban de dispararme y yo de esquivar proyectiles.

Lo último que recuerdo es que los amigos conseguimos avanzar lo suficiente como para alcanzar la cima de una extendida loma. Arriba, en un escenario con cortinaje de terciopelo, recio, rojo romano, nos esperaban un puñado de generales, colocados a lo ancho ocupando la parte trasera del escenario, frente a ellos una mesa rectangular muy alargada llena de trofeos; en la que, y en la medida en que los nuestros subían por unas escaleras laterales al escenario, se iban entregando distintos galardones y diplomas según había resultado la actuación de cada cual en aquella batalla.

Al subir yo, que aún iba empujando el carrito de la ametralladora, un general vestido como de alguna tribu bárbara de la época romana, me entregaba una copa plateada. Se trataba de la misma copa que de niño, en el colegio, ganamos en un maratón de fútbol sala. ¡Era la misma! En la cabeza me puso una corona de laurel a la vez que me retiraba la toalla enrollada en el cuello. Entonces una muchedumbre enfervorizada comenzaba a corear mi nombre, y yo tenía que alzar la copa una y otra vez en respuesta a su fervor. Algo después, alguien lanzaba un balón al escenario y yo lo esperaba y lo empalmaba y el esférico salía como un misil atravesando aquel cielo gris del campo de batalla. En este preciso momento fue cuando desperté.

Todavía en la cocina, me tomé el café pausadamente, mientras recordaba los sueños. Más tarde volví al dormitorio. Al entrar, reparé en que en la mesita de noche había una nota pegada en la lámpara. La leí y… Me maldije una y mil veces, porque estaba a punto de llegar tarde al debut de mi hijo con el equipo de fútbol de la escuela.

 © Fotografía y texto: Ildefonso Vilches.