Empujó la vieja puerta desvencijada de
aquella cabaña perdida a la orilla del lago, sitiada por un inextricable bosque
de encinas, y de árboles frutales y de restos podridos de animales y otras
alimañas. Al abrirse sobre sus goznes un trozo de puerta resbaló del marco cayendo
al suelo dejándola entreabierta. La observó con hondo quebranto, la entrada
oscura; con el rostro asediado por el miedo, con las venas de las sienes
engordando hasta casi estallar; mediando entre el huir y el acceder con una
encomiable fuerza interior. La suya, la de un padre rasgado en las entrañas
desde hacía varios días.
A su espalda, el sol caía rendido ante la frondosa
arboleda; la brisa con pesadumbre se aligeraba y encontraba rendijas entre
ramas y vegetación hasta salir airosa y soplar con rabia. El silencio era
estructural, esencia de aquel bosque.
Al entrar al salón, los rescoldos de una
chimenea mortecina caldeaban la estancia. A su lado, sobre la mesa del comedor,
junto a un almuerzo de breves bocados, rodeados de migajas y mantequillas
perdidas, entre platillos violáceos de mermeladas de mora y de vasos de jugos
de gustos sabrosos; sus cuerpos, jóvenes, tersos y sin mancha, yacían bañados
en sangre.
Y aún tuvo que certificar, con una mirada más
redundante, más fría; que por los ojos se les había esfumado la vida, y por los
orificios de sus cráneos, y por los charcos de sangre.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches
No hay comentarios:
Publicar un comentario