Al volver a casa, todo había cambiado. Ella no estaba pero el fuego aún seguía encendido. Creí volverme loco. Yo, que venía malherido de una lanzada en el costado, que llevaba muchas jornadas sin comer, que venía andando por esos caminos embarrados porque a mi caballo se lo comieron los míos aprovechando que no me quedaba ni un gramo de fuerza…
Yo, que tanto y tanto la quería.
Decidí tomar un trozo de pan y echarlo al bolsillo, luego salir a la calle y preguntarle a los cercanos por ella. Corrí por esas calles faltándome el aire y gran parte de la vida. Nadie la había visto. Me dirigí a la huerta y allí tampoco estaba; le pregunté a una viejecita que tomaba el sol en una plazuela y tampoco supo decirme.
Entonces sentí cómo el cielo y la tierra y todo lo que contenían volaba entorno a mí, cómo los muros de las casas se desplomaban, las piedras se hacían arenisca y el arroyo de aguas fétidas se levantaba como serpiente hambrienta y me rodeaba.
Fue cuando caí al suelo, rodé calle abajo y me arañé el cuerpo y la cara. Ya no pude levantarme. Los codos me escocían por haberlos desgarrado contra la piedra, también las rodillas, y hasta me brotaba la sangre de la cabeza. Entonces dejé que el sueño y el sopor me invadieran, que los párpados se me cerraran y que la vida se me esfumara a través de las heridas abiertas. Aún sin cuerpo, y sin alma, me acordé de ella mientras me despedía, y de su sonrisa ancha que llenaba toda su cara.
Fotografía
y Texto: © Ildefonso Vilches
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