Volvió a su pueblo casi media vida después. Apenas quedaba nada en pie y lo que aún seguía se mantenía en vilo colgado de una débil cuerda de azar. Se sentó en una piedra frente a la vieja estación, recolectó un trozo de hinojo y lo saboreó mientras dejaba que su mirada perdida sostuviera la infinidad de recuerdos que en aquel instante le venían:
Jugaba a la pelota con una zapatilla, la de la derecha, arruinada, con un agujero por donde se le asomaba el dedo gordo; a pesar de lo cual corría de arriba hacia abajo por la supuesta banda y centraba y asistía con garra en busca del gol.
Se sentaba, al atardecer, junto a varios vecinos del barrio, en una cabaña recién construida con ramas y cuerda de pita, con una escueta hoguera en el centro, mientras esperaban que cayera la noche contando historias de terror. Luego, ya de noche, cada uno se volvía a casa huyendo de sus fantasmas.
En el tiempo de lluvias, afilaban un trozo de hierro oxidado de una obra y, sobre el barro, dibujaban unos cuadros para jugar al Rongo. Lo hincaban por turnos sobre los cuadros, avanzaban y ganaban tirando de puntería y, a veces, ocurrían accidentes, sin desgracia, y se lo clavaban en las punteras de las botas katiuskas, para el agua, que con muy buen criterio sus madres les habían comprado de un par de números más para que les duraran.
Ahora; todo aquello se le ha derrumbado. Como si le hubiese pasado por encima un ciclón. Un torbellino de nombre Vida que le ha arrancado de cuajo las ganas de jugar al Rongo, de correr por la banda y de hasta asustarse con aquellas historias de niños. Nada más le han quedado en pie algunas huellas, vestigios, evidencias arqueológicas de lo que fue. De lo que ya no volverá. Y sí, le ha surgido el deseo de repartir gratitud a todos aquellos que, o en papel protagonista o en secundario, se lo hicieron posible.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches.
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