Al principio quise aceptarlo con frialdad, cauteloso, conciliador;
y siempre buscando el evitar entrar en la contienda. Pero eran feroces y me
atacaban mucho y por todos lados: por el cielo, por la tierra, por el mar… Yo aguantaba
el fuego con estoicismo y buena cara, pero me escondía. Hasta les enarbolé la
bandera blanca esperando ponerle fin a la querella. Pero no lo consideraron.
Más adelante, estimé oportuno adoptar la táctica del hombre
de estado, del tipo conciliador, de abordar el asunto y profundizar hasta
arreglarlo; siempre, buscando no entrar en la disputa. Pero era tanta la
inquina, tanta la inhumanidad, tanta la crudeza de sus ataques, que me fueron menguando.
Y yo me escondía y volvía a enarbolar la bandera blanca, esperando comprensión,
también benignidad, pero seguían haciendo oídos sordos y atacando.
La destrucción ya era tanta, el dolor me abrazaba tanto,
la derrota estaba tan cerca y los daños habían sido tan considerables...
Finalmente, me observé y me encontré malherido, con mis
cosas deshechas, rodeado de escombros y pobrezas. A un lado, la bandera blanca,
destrozada y convertida en vendas; al otro, rastros de sangre y de mis entrañas.
Sólo cabía tomar una decisión pero yo andaba ya sin
fuerzas. Pocas opciones me quedaban, dado mi estado y dado mi ánimo. Podía,
simple y plácidamente, abrir los brazos y dejar que la brisa bailara sobre mi
cuerpo, mientras el sueño y el sopor me aupaban, y mientras el fragor de la batalla
allá abajo iba menguando.
O, también, podía vindicarme: agarrar las escasas
fuerzas, apretar los dientes, tensionar los músculos, pintarme el rostro y
empuñar las armas; entrando al fin en la contienda.
Fotografía
y texto: © Ildefonso Vilches.