Abrió bien temprano la ventana del dormitorio y se frotó los
ojos; entonces observó a través de los cristales rugosos el lago, y los primeros
brillos de la mañana, y la claridad asomando por la cúspide de las montañas.
Descorrió el cerrojo y empujó la
pesada puerta de la casa, y la brisa fresca inundó sus ojos mientras desfilaba
rauda para meterse en el salón. Ya en la calle, se agachó, arrancó una brizna
de hierbabuena que crecía a la orilla del porche y se la llevó primero a la
nariz y luego a la boca. Y caminó despacio y largo, dejando el tiempo pasar, siguiendo
la línea de la orilla, a la vez que lanzaba piedrecitas al agua. A su lado,
corría contento y le seguía su perro Hidalgo moviendo mucho la cola. Él, se
sentía dichoso y libre arropado por aquel apabullante silencio, así que se
sentó al borde del agua, se descalzó y sumergió ambos pies en el fluido gélido
mientras aguantaba con lágrimas en los ojos la impresión, la primera y fuerte
impresión de la mañana.
Finalmente, ya de vuelta, recogió de la leñera unos
troncos, un par de piñas y un puñado de finas ramas secas para encender el
fuego de la chimenea.
Recién despierta por el rumor de los pasos de él deambulando
por la alcoba, se asomó a la ventana de cortinas descorridas, observó el
inmenso lago, notó la frialdad de la mañana y se dispuso a salir de la
habitación mientras se recolocaba el cabello que le caía sobre el rostro. Al
salir a la puerta, arrancó una brizna de albahaca que crecía a la orilla del
porche y la olió; luego se abrazó al sentir el frescor abrigándose con la bata.
En silencio, se alejó de la casa en dirección a la orilla y quedó larga y
pesadamente observando: el agua quieta, el vapor del lago ascendiendo y el verde
y robusto paisaje de la montaña.
Ya de vuelta, recogió del corral una cesta de huevos y unos
cuantos tomates de la fresquera, y entró en la casa tal y como se sentía: dichosa
y feliz.
En el salón, agachado sobre el fuego, estaba él en el
momento en que entró con la cesta. Al notar sus pasos, se incorporó y se volvió
para mirarla. Ella, al fin, concentró su mirada perdida y ambas coincidieron,
chocando en un encuentro formidable.
Y se unieron formando un colosal haz de luz que iluminó
todo el salón -el cual parecía estallar- como con una niebla espesa y muy
blanca; blancura que se escapaba por las ventanas e inundaba el bosque y el
lago dejándolos iluminados como si fuese media mañana. Todo ello, mientras los
primeros rayos de sol aún no asomaban por entre las cimas de las altas montañas.
Y de repente todo floreció: el musgo inundó las sendas, las flores de primavera
brotaron en pleno enero, y la fresa, el caqui, el melocotonero…, todos los
árboles frutales y las matas de la huerta lanzaron sus frutos reventando el
paisaje con fuertes colores. Y la fresca fragancia ocupó todo el monte y hasta
un arcoíris se insinuó flotando sobre el lago.
Al otro extremo, justo allá enfrente, entre dos luces,
sentados en silencio a la vera del lago, un par de pescadores impacientes quedaron
al fin maravillados y complacidos. Al levantarse para marcharse, sinceramente emocionados,
convinieron en que, en efecto, solo había que esperar.
© Fotografía y texto: Ildefonso Vilches.