Hoy he recordado aquella tarde de tormenta, de cielo azul oscuro casi violeta, de lagunas en los parques y de barrancos en las calles empinadas. Fui a recogerte a la estación de tren. Venías de la capital, del colegio mayor, para pasar las navidades con tu familia, y conmigo. Estábamos enamorados como niños, como lo que éramos; y allí, al posar el primer pie sobre el andén, te esperaba yo con los brazos abiertos y los labios buscando los tuyos. Nos besamos y al oído me prometiste cientos de reinos.
En esta tarde, como en aquella, los truenos suenan broncos, los charcos salpican a los transeúntes y varios riachuelos invaden la carretera que nos lleva a la estación.
Tú, no me esperas. Ni te lo imaginas. Yo, jamás había sido tan decidida. Al levantarme me he arropado con un abrigo de atrevimiento, y con la esperanza renovada. Te aguardamos a la salida, en el aparcamiento, y bastante nerviosas. Al fin te vemos entre los cristales: vienes con la mirada caída, cansado y como arrastrando la maleta. Han pasado ya unos cuantos años, pero sé lo que tengo que decir, y te lo diré.
Salimos a tu encuentro y lo primero que hago es sostenerte la maleta. Tú, nos miras sorprendido, de repente los ojos se te despliegan y el azul rebota con brillos en todos los charcos. No puedo refrenarme y, con las lágrimas brotando, no pienso en otra cosa sino en abrazarte.
Pero la tarde se ha tornado finalmente más oscura, gris casi negra. Caen relámpagos y el agua turbia, embarrada, lo enloda todo. Tras muchos años, volvía a “nuestra” estación a esperarte, pero esta vez no lo hacía sola, venía Lucía de mi mano. Ella, también te esperaba con impacienta, y con mucha ilusión. Yo, sinceramente, había estado, en vano, descontando los días hasta este encuentro. Tú, en cambio, ni me has mirado, te has agachado, has besado a Lucía, la has aupado y, entre risas, has vuelto el rostro buscando el de ella, que venía unos pasos más atrás empujando otra maleta. Entonces he deseado no estar allí, esperándote cargada de creencias. Y he tenido que volverme de espaldas para dejar que las lágrimas reblandecieran mi ingenuidad.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches