Se miraron ya arriba, llorando, con los rostros sucios de barro, empapados, con las piernas y los brazos cubiertos de arañazos; habían subido loma arriba con los cuerpos rasguñados y medio desnudos, con los ojos desencajados, los cabellos revueltos y aun cogidos de la mano.
Los pies descalzos se les habían lastimado al escalar sobre las rocas afiladas tratando de huir de aquel infierno. Lo consiguieron, alcanzaron la cima y se detuvieron sobre la loma rocosa -todavía cogidos de la mano-; extenuados, respirando profundamente y mirando hacia abajo, hacia la fuerza imparable de la corriente del río en plena riada, y que parecía rugir mientras discurría por aquella playa fluvial.
A Jesusina y Antoñito, de siete y cinco años, le había sorprendido la crecida en plenos juegos, en una escapada del cole ya cerca del verano, lanzando ramitas al agua que hacían de barcos. En apenas unos minutos todo se había revuelto, el agua les cubría, les aupaba y los trasladaba de un lado a otro a su antojo. Pronto fueron conscientes del peligro y lucharon. Y se sintieron terriblemente solos. Y gritaron pidiendo auxilio.
Entonces se levantó un fuerte hedor: olía a tierra podrida, a mentas e hinojos tascados y a troncos desechos. Y el aire era turbio, venía cargado de hojarasca, y poderoso, que lanzaba arenisca contra las matas de las riberas.
Tras unos instantes angustiosos y de presentarle batalla a la descomunal fuerza del agua, Jesusina y Antoñito al fin consiguieron alcanzar la nueva orilla: ella agarrándose a los tarajes y él aferrándose a su mano.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches.