El cielo se abrió al fin, se difuminaron las nubes negras
y paró de llover. También la tierra dejó de tambalearse como peana coja; entonces,
algunos supervivientes salieron de sus escondites; pero la mayoría permaneció
encogida allá en dónde la hecatombe le había alcanzado.
Asomé apenas una ceja y ese ojo entre medias de cientos
de piedras y escombros, observé y califiqué la situación y diseñé un plan. Éste
tenía dos puntos de referencia: el primero, “a”, el punto de partida, en donde
me encontraba; el segundo, “b”, lo
encontraría allá a donde mis pies desnudos consiguieran llevarme.
Mientras caminaba por las calles desechas; los edificios
derruidos y las tapias desdentadas se me lanzaban al rostro. Fue cuando se me
saltaron las lágrimas semblante abajo, porque caí en la cuenta de que no tenía
a nadie a quien extrañar. Vi a algunos correr en silencio de aquí para allá, a
otros afortunados coincidiendo en lugares descompuestos, abrazándose entre sollozos.
Yo, en cambio, simplemente andaba, observaba, pero no esperaba que nada me
ocurriera ni que nadie me abrazara. Otros, visitaban sus antiguas casas y
frente a ellas se arrodillaban y se lamentaban. Yo, en cambio, no tenía ninguna
casa que ir a visitar ni encontrar demolida.
Harto de tanto no buscar y de llorar derribado por la autocompasión, salí a las afueras de la ciudad con la intención de no ser testigo de más reencuentros; y, caminando ya por los arrabales, me paré frente a un palacio arruinado, con jardines geométricos y arboledas frondosas, además de con un caminito que te dejaba justo frente a una gran escalinata. Lo estuve observando durante un buen tiempo, hasta que al fin, abrazado a la reja, traté de fingir, antes de dar media vuelta y desaparecer, que toda aquella hermosura deshecha me importaba.
Fotografía y Texto: © Ildefonso Vilches
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