Encontramos de casualidad aquella olvidada estación de servicio de una carretera perdida. Habíamos parado para repostar, para estirar las piernas, para tomar impulso y luego continuar con nuestra romántica escapada. Éramos unos adolescentes tan solo.
“Nos vamos a comer el mundo”, nos dijimos aquel atardecer solitario en el parque: “tú, yo y un mundo a nuestro alrededor por conocer”. Queríamos compartirlo todo, desde los pensamientos, los gustos y hasta los propios órganos del cuerpo. Ya no podíamos vivir el uno sin el otro. Era un amor de ansiedad. Queríamos conocer todo pero juntos, jamás separados, y entonces aquel atardecer te pregunté al oído: “¿Conquistamos el mundo?”.
Era de madrugada, una noche gélida y la estación de servicio estaba desierta. Apenas unas leves luces advertían de su existencia. Al otro lado del cristal un empleado bien abrigado esperaba embebido en somnolencia la llegada de un nuevo día y con él, la de otro compañero que lo relevara.
Tan solo deseaba descansar un poco, estirar los pies, fumar un cigarro y tomar un refresco. Tú… tú no debiste salir del coche de mi padre. Debiste haberte quedado dentro, resguardada. Le entregué el billete por la breve abertura en el cristal y a cambio me dio unos refrescos, tabaco y un par de bolsas de patatas fritas, además de activar la máquina del carburante.
Y era tan feliz. En cada calada, y a pesar del frío que me hacía bailar, saboreaba la vida, el amor, la felicidad... Luego vino un tipo de rostro secreto, vestido todo de negro y con una estrella plateada en la mano que manejaba con gran destreza. Y los gritos, muchos gritos, y tus llantos… Nos hirió de muerte por un puñado de dólares. Luego el tipo huyó despavorido, y nosotros, arrastras subimos al coche y salimos disparados por la autopista buscando algún hospital.
En mitad de la nada y al pasar junto a aquel río, ya amaneciendo, me pediste que me detuviera; y yo te acerqué en brazos hasta la orilla para lavarte las heridas. Agarrado a tu mano, veía cómo tu vida se iba apagando. Entonces el cielo se impregnó de sangre, enrojeció como si hubiese sido herido con un arma blanca, y en ese instante, mientras me dibujabas un beso con los labios, tu mano dejó de apretarme.
© Fotografía: Martín
López Poveda
© Texto: Ildefonso
Vilches