Allá,
por aquellos tiempos de pantalones vaqueros acampanados, camisas floreadas y
pulseras de cuero; viví con pasión el amor de mi vida. Todo era luz, colores
fuertes y frescor al amanecer. Subíamos las rampas de la vida corriendo, disfrutando
del entorno y sin preocupaciones existenciales. Vivimos con entusiasmo para
seguir vivos.
Ahora,
en este lado de la vida, una mucho más gris, de pantalones caros y relojes
plateados; me acuerdo de aquello como si hubiese sido ayer mismo. Y la nostalgia
me salta a la mesa del despacho a la misma vez que dos lágrimas heladas se
deslizan encharcando mis informes.
Ella,
su madre, le ha venido diciendo que fallecí cuando aún él era un bebé. Que
apenas si nos conocimos, porque yo trabajaba bastante y pasaba casi todas las
horas del día fuera de casa. Que no me busque. Que no se parecía en nada a mí,
ni en lo físico, porque yo era bastante más feo y con menos gracia, ni en la
personalidad, porque su padre era un ser gris, sin ilusiones y sin espíritu.
Y yo
lo apruebo, lo he venido aprobando, porque es lo que me merezco. No fui lo
suficientemente valiente para hacerme cargo de mis responsabilidades, hui sin
decir un triste adiós y desaparecí como el agua de una olla hirviendo.
Ahora,
me sería muy fácil, casi treinta años después me llaman de don y me abren la
puerta del coche; no costaría nada pero… Es tarde. Y a pesar de mi Rolex y de mi
chófer, vivo y he vivido aquí desangelado, en este mundo extraño que no
entiendo, atrapado y arrastrando mi alma.
©
Fotografía y texto: Ildefonso Vilches.
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