-A Manoli-
La abracé temeroso de que mis brazos pudiesen romper su
cuerpo. La abracé conmovido porque sentía algo muy profundo nunca antes
experimentado. Al hacerlo, una pequeña descarga eléctrica recorrió mi hechura, desde
la punta de los dedos de los pies hasta mi último pelo. Y la notaba, la
corriente eléctrica, subir y bajar, pararse y juguetear en mi estómago, hacer
flaquear mis brazos y doblegar la voluntad de mis piernas.
La acerqué hacia mí temeroso. Que creía que podría
hacerle daño si la avecinaba demasiado. Porque notaba sus senos como si se
hincaran en mis costillas, y a las propias costillas arquearse para hacerles
hueco. Porque notaba su vientre apretado contra el mío y al mío cómo se
revolvía buscando acomodo.
Porque sus labios estaban tan cerca que podría morderlos en un desgraciado
descuido.
Y desde aquí olía su piel, y apreciaba el verdadero color
de sus mejillas, y la profundidad de sus ojos. Desde aquí sentía el calor de su
aliento y escuchaba palabras deliciosas tan solo susurradas, quizás ni dichas.
Desde aquí, todo aquello me parecía majestuoso, solemne, sublime... Y quise
llorar, y hasta se me anudó la garganta; y quise reír, con una gran carcajada;
y luego otra vez quise llorar, y hasta salir a la calle para contarle a todo el
mundo lo bien que se estaba tan cerca de ti. Y de nuevo la corriente eléctrica
recorrió todo mi cuerpo erizándome el vello.
Me atreví a acariciarte las mejillas con el dorso de mi
mano, temeroso de poder dañarte, de borrarte la risa, de mudarte el color de tu
rostro. A la vez cerraba los ojos y sentía que aquella piel, la tuya, era el
tejido más suave que nunca antes había rozado.
Entonces noté la frialdad de tus manos recorriendo mi
espalda, y un escalofrío hizo que me doblegara hacia atrás, levantara la
barbilla y, con el rostro mirando al cielo antes de cerrar los ojos, pudiera degustar
la visión de aquella luna subrayada que nos miraba.
© Fotografía: Manuela Sánchez
© Texto: Ildefonso Vilches
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