Desperté tarde y con un fuerte dolor de cabeza. Ya se
habían sobrepasado las diez de la mañana. Me puse las zapatillas de casa, la
bata y entré en el baño. Tras asearme busqué en el botiquín y encontré una pastilla
para el dolor agudo.
Mientras me preparaba un café comencé a recordar los
sueños recientes, los de aquella misma noche. Recordé un par de ellos, o tal
vez el mismo, no sabría discernir; iban sobre batallas extrañas, unas veces
localizadas en mi dormitorio y otras en un extendido campo de batalla, o más
bien un lodazal por donde los soldados y las máquinas se iban atascando.
En ambos lugares, en mi habitación y en el campo de
batalla, iba vestido igual, con un chándal nuevo y una toalla enrollada al
cuello. En el dormitorio los enemigos entraban a través de una infinidad de
ventanas aprovechando que yo obstaculizaba la puerta. Y no llevaba armas, tan
solo una especie de pistola eléctrica que lanzaba un rayo en zigzag a muy corta
distancia, y a medida que entraban vestidos todo de negro y con tan solo una
cinta blanca en la frente, les iba acertando y caían de espaldas al suelo
convulsionando.
Más tarde, o tal vez de forma paralela, no sabría
explicar; en otro lugar, quizás también en otro tiempo; me encontraba en un
vasto campo de batalla enfangado, rodeado de tanques pequeñitos, como de
juguete, de ametralladoras subidas a carritos del supermercado a las que les
resultaba imposible avanzar, y de miles de combatientes. Yo, seguía vestido con
el chándal y la toalla; ellos, iban vestidos como soldados de la primera guerra
mundial, y se distinguían unos de otros, el enemigo frente al amigo, por un
brazalete, blanco con el escudo del Real Madrid para el amigo, rojo con un castillo
de escudo para el enemigo.
Y me disparaban y yo sorteaba las balas como si fuesen
puñetazos, moviendo el tronco y las caderas. Nunca me acertaban. Y me vi cogido
con rabia a uno de aquellos carritos con la ametralladora, y trataba con todas
mis fuerzas de que el carrito avanzara por aquel cenagal. Pero no lo conseguía
en cambio la ametralladora no paraba de caerse al suelo y yo de subirla con angustia
y mucho esfuerzo. Mientras, no dejaban de dispararme y yo de esquivar
proyectiles.
Lo último que recuerdo es que los amigos conseguimos
avanzar lo suficiente como para alcanzar la cima de una extendida loma. Arriba,
en un escenario con cortinaje de terciopelo, recio, rojo romano, nos esperaban
un puñado de generales, colocados a lo ancho ocupando la parte trasera del
escenario, frente a ellos una mesa rectangular muy alargada llena de trofeos;
en la que, y en la medida en que los nuestros subían por unas escaleras
laterales al escenario, se iban entregando distintos galardones y diplomas según
había resultado la actuación de cada cual en aquella batalla.
Al subir yo, que aún iba empujando el carrito de la
ametralladora, un general vestido como de alguna tribu bárbara de la época
romana, me entregaba una copa plateada. Se trataba de la misma copa que de niño,
en el colegio, ganamos en un maratón de fútbol sala. ¡Era la misma! En la
cabeza me puso una corona de laurel a la vez que me retiraba la toalla
enrollada en el cuello. Entonces una muchedumbre enfervorizada comenzaba a corear
mi nombre, y yo tenía que alzar la copa una y otra vez en respuesta a su
fervor. Algo después, alguien lanzaba un balón al escenario y yo lo esperaba y
lo empalmaba y el esférico salía como un misil atravesando aquel cielo gris del
campo de batalla. En este preciso momento fue cuando desperté.
Todavía en la cocina, me tomé el café pausadamente,
mientras recordaba los sueños. Más tarde volví al dormitorio. Al entrar, reparé
en que en la mesita de noche había una nota pegada en la lámpara. La leí y… Me
maldije una y mil veces, porque estaba a punto de llegar tarde al debut de mi
hijo con el equipo de fútbol de la escuela.
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