Se lanzó en pos de la última jugada aliviando por la
banda, apenas quedaban escasos segundos para que el partido finalizara, habían
conseguido esta última posesión y se estaban lanzando, con una fe encomiable,
contra la portería del rival. Hubo un rechace, un intento de corte por parte del
equipo contrario, allá, por la otra banda; pero J.C. nunca dejó de creer y
desde su posición de medio centro se orilló buscando el desmarque y siguió
corriendo sobre la cal y ansiando poder recibir ese último balón con el que
convertir el gol del empate, ese que los llevara de la mano a la prórroga.
Aquella mañana se había levantado temprano, en su rostro
pálido se dibujaba una noche de sueño ligero, de poco descanso y de mucha vela.
Su madre le colocó un beso y la equipación encima de la cama y su padre le
preparó las zapatillas de la suerte y un zumo con una tostada. Andaba
despistado, como flotando en una nube, nervioso que hasta le temblaban las
manos; sin duda por aquella final que a mediodía dos equipos de alevines de la
ciudad se iban a disputar con el afán de conseguir la copa y poder cantar,
todos juntos, agarraditos y formando corro, aquello tan largamente codiciado –toda
una temporada- de: ¡Campeones, campeones, oé, oé!
A J.C. no le gustaban los veranos y prefería los
inviernos, los abrigos y las botas altas. En el verano los amigos se perdían,
cada cual con sus cosas, sus viajes, sus vacaciones, sus abuelitos, sus titos… Ahora,
estaba acabando el curso, con muy buenas notas por cierto, y el calor y los
exámenes finales le traían un tanto disgustado, también despistado, tanto que
hasta le hacían parecer un poco antipático. Durante el mes anterior, había
sufrido un tanto, ya que había tenido que soportar cómo otros niños del cole se
fanfarroneaban y alardeaban de sus propios equipos de barrio, porque según
ellos eran los más competitivos y los más primorosos. Y él, en cambio, mientras
tanto callaba y por las noches, cuando su madre le apagaba la luz del cuarto,
soñaba con regates, con cortes providenciales y con internadas en el área.
Su equipo perdió la bola, aquella de la última jugada, y
con ella la postrimera oportunidad. Pero él seguía corriendo por la banda,
ahora ya con algunas lágrimas descendiendo por sus mejillas. Y la casualidad, o
lo que fuera, hizo que el balón viniese a este lado, y que lo interceptara el
defensa contrario, y que él ya estuviese bien cerca. No lo dudó, se lanzó con
los pies por delante y alcanzó el balón, al incorporarse y con el primer
control ya estaba dentro del área, solo y frente al portero. Entonces, respiró
profundo, estiró su pierna derecha –la buena- hacia atrás y…
Se le hizo de noche, la vista se le nubló, las piernas le
temblaron, al igual que las mejillas y los labios, por donde ahora se
deslizaban torrentes de lágrimas. Se agachó, tomó el balón bajo el brazo y retrocedió
dirigiéndose al jugador contrario al que acababa de arrebatarle la pelota.
Estaba en el suelo, doliéndose de su tobillo izquierdo, gimoteando y clamando.
J.C. se acercó en silencio con el balón todavía bajo el brazo, acarició el pelo
del contrario, como consolándolo, posó el balón en el suelo y apenas articuló:
“Le he hecho falta. Árbitro, que le he dado una patada”, ahora ya sin poder
contener el llanto.
En el campo se hizo el silencio, los jugadores compañeros
callaban, los contrarios asistían atónitos, los entrenadores, el árbitro, los linieres,
los compañeros de unos y otros que atestaban las gradas, los padres, los
primos, los titos… Todo era silencio, un frío y denso silencio. Él, J.C.,
mientras se limpiaba las lágrimas buscaba su sitio en el campo para defender
aquella falta.
Y lentamente, como movidos por hilos de nailon, el resto de jugadores, todavía en silencio, fueron tomando su sitio en el terreno de juego. Tan sólo se escuchó un grito en mitad de aquel páramo desierto: “¡Ese es mi hijo, y yo soy su madre!”, que desde muy cerquita, en las gradas, su madre le gritó. Y seguido se escuchó otro más: “¡La copa no la ganamos pero me llevo a un crack para mi casa!”, era su padre, enormemente emocionado. Y al cabo, el silencio atónito se desgarró con el unánime aplauso de todos los asistentes al campo.
© Texto y fotografía:
Ildefonso Vilches.
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