Amanecí con dolor de garganta y escalofríos. Los párpados
me pesaban y en las mejillas sentía mucho calor. Me levanté de la cama, me
calcé las zapatillas de casa e inicié el primer intento por ponerme en pie. No
lo conseguí: el ponerme en pie. Volví a caer sobre la cama, sentado y bastante
mareado. Los oídos me pitaban y la habitación no paraba de dar mil vueltas a mí
alrededor. Al fin, me sentí vencido, así que volví a dejarme caer hasta quedar
tumbado, e inerte. Sin aliento. Sin fuerza. Sin voluntad alguna.
Habrían transcurrido igual doscientas
horas. No fui consciente de ninguna. Cuando volví a abrir los ojos es como si
nada hubiese pasado. Se trataba del segundo intento. Nuevamente me incorporé,
me senté en la cama, dejé que los pies colgantes lentamente buscaran las
zapatillas y, una vez calzado, hice por levantarme. Tuve que volver a dejarme
caer, hasta derrumbarme, sobre la cama.
Entonces me eché a llorar. Los brazos
me dolían, las piernas también. No encontraba ningún músculo de mi cuerpo que
no lo notase comprometido. Cerré los ojos, bocarriba, estiré las piernas, los
brazos y lloré sin contención.
Lo notaba. Lo presentía. No era algo
trivial, me estaba yendo. Y no solo era la enfermedad la que se estaba comiendo
mis últimos suspiros, también era mi mente, que andaba medio perezosa, ya sin
ánimos, ya sin fuerzas, ya sin ganas, ya sin esperanza, ya sin vistas de
futuro, ya sin nada a qué agarrarse, ya sin encontrar motivos para seguir, ya…
Deshecha de tanta batalla.
Volví a incorporarme con las lágrimas
goteando desde mis mejillas, apreté los muslos hasta que me dolieron y los
brazos hasta que los bíceps parecieron que iban a estallar; luego me senté en
el filo de la cama, enderecé el cuello, elevé la frente, seguidamente busqué
las malditas zapatillas, me las calcé y, con todas las pocas fuerzas que mi
cuerpo era capaz de proyectar, me alcé. Me encumbré. Me ensalcé. Me enaltecí.
Me empiné, me sobrepuse, me enderecé, me erguí, me desdoblé…
La vez siguiente a esta en que abrí
los ojos, me descubrí también tendido, en una cama de hospital, con la garganta
perforada, entubado, enchufado a doscientas máquinas que no dejaban de pitar y
sin conocimiento. Tal vez, muerto. Porque si bien estuve allí no lo recuerdo.
© Texto y fotografía: Ildefonso Vilches
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