Caminé despacio siguiendo las vueltas por el caminito de piedra, dejando que el aire me despeinara, que su frescor me abanicara las mejillas y que olor de las albahacas me transportara en volandas. Subí las escaleras escoltadas por leones pétreos y paré indeciso frente a la colosal puerta. No había llegado a tiempo y allí me esperaban y me odiaban todos. Varios, me lanzaron miradas oblicuas; otros, la mayoría, apenas si me miraron para no distinguirme. Ella se acercó blanda y como contando los pasos, de inmediato me abrazó. En ese punto, entramos a la suntuosa biblioteca y comenzó la reunión.
La casería, un cortijo que aspiraba a palacio barroco francés, estaba rodeado de jardines artificiales, cortados a ras, formando figuras y laberintos; pero también de naturaleza salvaje al otro lado de la tapia. Desde aquella me llegaba el olor del membrillo maduro, del caqui y de los higos flácidos.
Hablaban y exponían, a veces se interrumpían con aspavientos y agresivos gestos, y vociferaban, y se decían cosas feas. Yo, mientras, miraba por la ventana, al bosque del fondo, a los bardales repletos de matorrales de moras y de frambuesas rojas. Ella, a menudo, me acariciaba; había pasado tanto tiempo que apenas si recordaba su olor.
Hacían cuentas y valoraban campos, casas, haciendas, animales, cosas… Yo, mientras, aspiraba profundo para que me alcanzara el olor a menta y a hierbabuena, y a tomillo y a orégano. Alguien me preguntó. Todos volvieron sus rostros hacía mí y dibujaron con sus arrugas de la cara cientos de signos de interrogación. Esperaron tensionados y en silencio, apenas si respiraban. Ella, ahora agarrada a mi mano, me animó, y dibujando su sonrisa postiza me invitó, conciliadora, a que expusiera mis peticiones.
Al fin me levanté, posé en el aire la mano de ella, y sin dejar de mirar a través de la ventana, me aflojé el nudo de la corbata y en voz bajita, con apenas un susurro, pronuncié. “No, yo no quiero nada”.
Fotografía y Texto: Ildefonso Vilches.
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