Decía una canción del grupo de rock aficionado de unos
amigos, allá por los ochenta: “Construiré un bote y navegaré a poniente para
escapar, no espero encontrar gente amable…” (La Licencia).
Soplaba un fuerte viento que hacía que el pequeño velero
volara acariciando el mar; pero se cernían nubes negras que presagiaban
tormenta acompañada de vientos y fuertes oleajes. Llamé a Laura y mi amada
surgió por la escotilla con aquella: su impactante sonrisa.
Le pedí que me ayudara con los cabos y el velamen para
recogerlos e impedir que la tormenta los dañase. Inmediatamente arranqué el
motor y puso rumbo al puerto. Estábamos a bastante distancia pero confiaba en
bordear la tormenta a la par que me acercaba a tierra.
De repente el cielo tronó, saltaron relámpagos y un
fuerte viento acompañado de olas gigantescas cercaron nuestro pequeño velero.
Aquí comenzó una desigual lucha entre los elementos y mi escasa experiencia
como capitán de navío. Laura me auxilió en todo cuanto pudo y durante unos
eternos minutos la batalla se encarneció. La miraba, me miraba, y sin decir nada
nos sinceramos: íbamos perdiendo.
Al cabo, la botavara salió despedida y fue a impactarme
en el rostro. Aquí comenzaron mis tinieblas y mi cerebro en negro. Se ve que
caí inconsciente.
Desperté aun luchando, gimiendo, asustado… A mi lado se
encontraba Laura que me miraba con una expresión de eterna espera. Sonrió y
musitó: “Bienvenido”.
Laura nos había sacado de aquella tormenta y había
conseguido ponernos a salvo navegando hacia un día soleado con una inmensa mar
en calma. Le abracé, le besé, le agarré fuertemente la cabeza y le susurré:
“Nada sería igual sin ti”.
Al fin dejé de gemir, tomé el timón – al este se
insinuaba la silueta de la costa de la pequeña isla- y con total gallardía puse
rumbo a poniente, junto a mi amada, en donde no esperaba encontrar a nadie.
© Fotografía y texto: Ildefonso Vilches.
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