Cuando llegué allí, a aquella cala al borde
del paseo marítimo, a aquel rinconcito resguardado del temporal, abarrotado de
pequeñas barcas pesqueras, dominado por un baluarte al que según la marea se podía
o no acceder por tierra; supe que había llegado a mi lugar.
Venía triste con el rostro demacrado por la
escasez de asiento como el errante por un desierto necesitado de agua. Había
atravesado inmensas riberas y humedales, llanuras infinitas plantadas de mieses;
había subido a la cima de montañas y me había perdido por bosques de pinos y
fresnos; y había rodeado humedales y marismas y lagunas medio secas…
Venía triste y desolado. Porque nadie me
acompañaba que inicié el camino solo y lo continúe durante muchas jornadas sin
que nadie se apiadara de mi soledad. Y me miraban con ojos acuosos, y me
interrogaban con rostros extrañados, y me señalaban con dedos vacilantes como
diciendo: “Ahí va… ese”. Pero jamás cedí a la amargura y al apartamiento, que
me apoyé en mí mismo para siempre continuar el camino como quien se apoya en una
verja de una finca yerma. Y nunca dudé. Tampoco de mí.
Al llegar allí, la brisa fresca del atlántico
me resbaló por el rostro y me despejó la cara de cabellos. Entonces eché la
cabeza hacia atrás, aspiré profundamente y sonreí como loco de contento. Allí
estuve parado largo tiempo, haciendo inventario, repasando mis diferentes
momentos, conciliándome con la madre naturaleza, volviendo a mis orígenes…
Cuando desperté del trance solté mi báculo de
madera, en el que me había apoyado durante toda la travesía, dejé que rodara
por el suelo sabiendo que nunca más me haría falta y, miré hacia atrás, hacia
tierra, hacia la ciudad; y allí estabas tú, aún con el cayado en la mano, con
los ojos guiñados mirando al cielo, dejando que la brisa atlántica te retirara
el cabello del rostro y haciendo inventario de toda una vida. Al fin abriste
los ojos y tu mirada explotó contra la mía en plena caleta haciendo que muchas
de aquellas barquitas navegaran solas arriba y abajo de la orilla.
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