Nada más entrar en la cabaña sentí un escalofrío extraño, como un chorro de aire frío estallándome en la nuca. Dejé las maletas en el suelo, abrí los postigos de las ventanas y me quité el chaquetón, inmediatamente me dispuse a encender la chimenea.
Dentro hacía un frío terrible, el propio de una cabaña de alta montaña rodeada de humedad y soportando temperaturas, en especial las nocturnas, de bastantes grados bajo cero. Afortunadamente, junto a la chimenea había un montoncito de leña seca resguardada de la humedad del exterior. En unos minutos conseguí hacer fuego y, en ese preciso instante, noté como un susurro cerca de la oreja. Me volví, oteé por toda la cabaña y no vi nada extraño.
Me dio entonces la sensación de que la tarde y la madrugada iban a ser muy largas para aquella, entendí, escasa leña; así que salí al exterior y encontré un carro, lo llené de los troncos que estaban apilados justo a un lado y, con mucho frío, los fui colocando junto a la chimenea para que se fuesen secando. Entonces quise escuchar un murmullo saliendo desde el interior del dormitorio y a la vez contemplar el movimiento de una sombra atravesando su puerta.
Saqué a la calle, muy despacio, sin dejar de mirar al dormitorio y a su puerta, el carro ahora ya vacío. Lo aparqué bien cerca y enseguida volví al calor del fuego; siempre, sin dejar de mirar hacia allí, hacia el dormitorio y hacia su puerta. Lentamente fui entrando en calor. Me relajé, me quité los guantes, la bufanda y me bajé la cremallera de mi chaqueta de lana. En ese momento una brisa fría chocó contra mi cogote. Me volví como un relámpago y, al fondo, por la puerta del dormitorio, otra sombra, o tal vez la misma, volvió a cruzar el umbral. Encendí todas las escasas luces, eché al fuego una inmensidad de troncos buscando el iluminar lo máximo posible aquella maldita cabaña y, luego, sin moverme de las inmediaciones de la chimenea, agarré el atizador y esperé acontecimientos en guardia.
Nada ocurrió, nada volvió a traspasar aquella maldita puerta ni nada chocó nuevamente contra mi cogote. El fuego se animó sobre manera. Enormes llamas se elevaban introduciéndose por el tiro de la chimenea, y procedentes de él salían ruidos extraños, chirriantes, como si la obra de la cabaña se estremeciera. Una vez más, noté el vaho frío en mi cogote y observé una sombra atravesando la puerta del dormitorio. Me abalancé sobre el resto de troncos y todos fueron a parar a la chimenea. Apenas si cabían así que me apliqué con las botas a introducirlos dentro por la fuerza. Solo buscaba el animar la hoguera para que la luz inundara el salón, y también el dormitorio. No me dio tiempo a alcanzar una botella de güisqui y un vaso cuando las llamas ocuparon todo el espacio de la chimenea y ascendieron por el tiro como lenguas de fuego endemoniadas, a la vez que rugidos extraños que surgían de él parecía que estremecían hasta los cimientos de la cabaña. Me llené un vaso y me lo bebí de un trago. Llené otro vaso y en varios tragos me lo bebí. Entonces dejé la botella y el vaso en el suelo y salí a la calle, tomé el carro y lo llené de leña. Otra vez en el interior, llené un nuevo vaso y mientras lo bebía no dejé de mirar a aquella maldita puerta.
Lo apuré y volví a echar un nuevo brazado de leña, a la vez, con el atizador, hice un hueco para que el mayor número de troncos cupieran. Los rugidos provenientes del tiro se acrecentaban a la vez que las lenguas de fuego se elevaban ascendiendo por el hueco de la chimenea. Entonces comencé a sentir calor. Por el enorme fuego. Por el mucho güisqui. Por el miedo. Por los nervios. Tomé la botella mientras estrellaba el vaso sobre la chimenea y bebí hasta que un nuevo soplo y una nueva sombra aparecieron sin haber sido invitadas. Entonces creo que caí al suelo derrotado.
Cuando desperté, todo se estaba quemando. Creciendo desde la chimenea, la cabaña entera había salido ardiendo; primero el tejado por donde se habían elevado las enormes llamas, y luego desde todas las paredes por donde el fuego, con enorme furia, se había propagada animado por las llamaradas bien alimentadas en la chimenea. Salí a rastras, casi ahogado por el humo y, una vez tendido sobre la escarcha, a bastantes metros de la cabaña, pude observar cómo una indescriptible sombra negra, a la vez que salía de la cabaña, se retorcía mientras iba siendo consumida por el fuego. Y emitía gritos feroces. Y soplidos gélidos que expedía en todas direcciones. Entonces, no me lo pensé, corrí monte arriba hasta que dejé de ver el incendio y a la propia cabaña.
© Fotografía: Martín López Poveda
© Texto: Ildefonso Vilches
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