Al llegar allí, todo estaba deshecho.
Paré a descansar porque andaba ya sin
fuerzas. Con hambre de muchos días. Con la vida yéndoseme por las abundantes
heridas. Con la mirada turbia por la escasez de energía. Deshecho al ver mi querido
pueblo en ruinas.
Me hinqué de rodillas y alcé los
brazos en silencio. Buscaba una señal, una dirección que seguir ahora que no
podía estar más perdido. Consideré que entre aquellos restos sin duda
estarían los míos; sus cuerpos hundidos por los golpes, y bajo piedras y
escombros.
Entonces caí de boca sobre el suelo,
aún con los brazos en cruz, mientras gritaba furiosamente. Y el impacto contra
la roca devolvió al paisaje el silencio. Allí quedé tumbado. Allí, desnudo.
Allí, sediento.
En último pago, dejé volar la poca
vida que me acompañaba.
Esa sensación que todos sentimos cuando volvemos a los pueblos de donde un día partimos buscando la luz en la oscuridad, o tal vez, el desarraigo de la vida. Muy bueno lo que he leído. Un abrazo con la pluma del alma
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